Takanakuy, lucha para controlar la violencia

Golpe con golpe. Fotografía del francés Nicolas Villaume. La lucha casi siempre termina con un abrazo con sangre y polvo.
Ritual. En la Universidad Norbert Wiener se exhibe una muestra de fotografías sobre un ritual de Chumbivilcas. Harold Hernández, el curador, reúne imágenes de un grupo de fotógrafos sobre esta práctica para controlar la violencia.
Una notable claridad museográfica se despliega ante el visitante que recorre la exposición Takanakuy: el ritual del control de la violencia en la Universidad Norbert Wiener. A través de decenas de fotografías intercaladas con textos que profundizan en el porqué de lo que vemos, o de proyecciones cuyo sonido sirve a la vez de banda sonora ambiental, nos adentramos en uno de los rituales más complejos del sur andino.
El fotógrafo Harold Hernández, curador de la muestra, ha investigado los procesos que conforman el Takanakuy de la provincia cusqueña de Chumbivilcas, y para ilustrar sus conclusiones suma a sus registros los realizados por Lele Saveri y Nicolas Villaume, fotógrafos italiano y francés respectivamente, Max Cabello, Roberto Cáceres y Giancarlo Shibayama, de Supay, Daniel Contreras y Sophia Durand.
Precisamente, quien escribe, y Durand, en noviembre del 2008, curamos en el Paradero Habana de Micromuseo la primera exposición en Lima de fotografías sobre el Takanakuy. Desde entonces, diversos ecos y aportes se han suscitado para conocer más este ritual. La muestra Takanakuy es hasta el momento la mirada más académica de los distintos acercamientos realizados a esta festividad.
Q’orilazo punch
En Santo Tomás o el aledaño caserío de Llique, en Chumbivilcas, se celebra cada año una fiesta en la que la violencia se transforma en un rito, un sorprendente exceso que muchos comparan con el Taqui Onqoy y su catarsis colectiva.
Es el Takanakuy, tradición cuya fecha central en este mundo de ganaderos y agricultores llamados Q’orilazos es cada 25 de diciembre. Entonces, “la sangre hierve” y se convierte en un enfrentamiento entre dos, sea hombre, mujer o niño al ritmo de la hipnótica Wayliya, indesligable marco musical de antiquísimas raíces cuya máxima exponente en nuestros días es la cantante Agripina Huayllani. “Niño, no tengas miedo cuando caiga granizo de piedra o si hay río de sangre, wayliya, waylihilla”.
Negros, majeños y langostas recorren las calles con máscaras de lana (Uyach’ullu), casacas y protectores de cuero sobre sus piernas (Qarawatanas). Se dirigen al ruedo y, sea este una plaza de toros o un círculo de tierra, allí se encontrarán con héroes locales, padrinos con látigo y cientos de espectadores.
Inician la lucha los más pequeños y chorritos de sangre son escupidos sobre la tierra. Los adultos ofrecen peleas de mayor violencia: suenan las caras al ser golpeadas, las canillas en choque seco. Hay emoción permanente por saber quién es el más fuerte, quién tiene la razón en un lío de tierras o de ganado, porque aquí lo que se busca es zanjar las diferencias. La pelea culmina cuando lo dicta el padrino, y la mayoría de veces entre abrazos, sonrisas ensangrentadas y nubes de polvo.
Para el curador, estas peleas, pactadas previamente o decididas en el momento, constituyen un intento de control de la violencia. “No hay arbitrariedad o sinsentido en el Takanakuy, pues la violencia dejada a la espontaneidad, sin ritualizar, pondría en peligro las relaciones sociales de una zona donde la justicia y demás servicios del Estado no están muy presentes”, sostiene.
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